El Padre Pío me dijo en persona: «Todo se te va a arreglar»

En Marzo de 2008 yo estaba atravesando un momento muy duro. Aunque iba todos los días a Misa no comulgaba, porque vivía una situación irregular y sabía que podía ofender doblemente a Dios. Acudía a la parroquia de la Concepción de Goya, en Madrid, y siempre le llevaba alguna flor a la Virgen. El dueño de la floristería que hay en la puerta ya me conocía, y cuando me daba las flores, me decía: «Venga, dame dos euros – o tres, o cuatro – . Lo que tengas hoy». Llegó un momento en que él ya no lo hacía para ganar dinero, sino porque comprendía que era una cuestión de devoción. De hecho un día me preguntó: «¿Le llevas las flores a la Virgen?». «Sí, se las llevo a la Virgen porque sé que Ella es la única que me puede ayudar», le contesté. Yo se las ponía delante a la Virgen del Pilar o a alguna otra imagen – normalmente era la del Pilar, porque le tengo mucho cariño y estoy ofrecida a ella desde pequeña -.

Un día que llovía muchísimo y que no había ido a Misa, no entré como de costumbre por el altar de la sacristía, sino por una puerta pequeñita que hay. Llamé al timbre porque la puerta estaba cerrada y me abrió un sacerdote capuchino, con su hábito y su cordón marrón. «Buenos días, Padre, ¿cómo está? Venga a traer una cosa para la Virgen como todos los días.», le expliqué. «Pasa, pasa», me contestó muy amable. Fuimos por un pasillo largo hasta la sacristía y entonces me preguntó: «¿Quieres dejarle las flores a alguna Virgen en especial?». «No, a cualquiera. Le dejo todos los días flores y cualquiera de las imágenes me parece bien, porque la Virgen es una. Y yo… Bueno, lo hago cada día y lo seguiré haciendo. Me dijo: «Muy bien hija, muy bien. Eso está muy bien y te honra». Yo cogí el ramo, le seguí hacia la sacristía grande, que yo miraba como si estuviera en el Vaticano, y le pregunté dónde podía ponerlas. Él me respondió: «Donde tú quieras, déjalas ahí.» Y de repente, sin yo decirle nada ni propiciar esa frase, me dijo: «Tranquila hija, todo se va a arreglar».

Sentí una paz enorme, que era lo que yo necesitaba, y una gran esperanza ante todos los sufrimientos que estaba atravesando en aquel momento. Cuando me di la vuelta, le expliqué: «Padre, voy a dejar las flores ahí en la otra parte, para que las lleven las hermanas al altar» – porque ahí hay monjas también -. Y cuando quise darme cuenta, él había desaparecido. Fui algo muy extraño, pero de eso no me percaté hasta más adelante.

Después me dispuse a marcharme, y como no veía al fraile por ninguna parte , dije en voz alta para que me oyera: «Padre, me voy. Voy a pasar un momento al baño». Pasé al baño, cerré la puerta y me fui. Salí de allí como en una nube. Ahora, después de estos años, me doy cuenta de que fue algo muy paternal. Las palabras de aquel capuchino contenían la frase adecuada en el momento en que más la necesitaba yo.

Unos días más tarde, estando en la iglesia de San Fermín de los Navarros, le conté a un capuchino que conocía que me había llamado mucho la atención que me abriera la puerta de la sacristía de la Concepción de Goya precisamente otro fraile capuchino. Lo que aquel fraile de San Fermín de los Navarros me dijo, fue: «Eso no puede ser. En la Concepción de Goya solo hay sacerdotes diocesanos. No hay ningún fraile». Me quedé perpleja e insistí: «No, no. Le aseguro que a mí me abrió un capuchino…». Pero él no dejaba de decirme que aquello era imposible.

Días después, una persona – providencialmente claro, no hay casualidades – me dio una estampa con la novena del Padre Pío y un trocito de reliquia. Yo no conocía de nada al Padre Pío, pero al ver la imagen me quedé helada. ¡No daba crédito a lo que estaba viendo! Era algo muy grande ver que el fraile que me había abierto las puertas días antes en la iglesia de la Concepción – y que me había dicho: «Tranquila, hija, todo se te va a arreglar» – era la misma persona que salía en aquella estampa… «Esto no me puede estar pasando», pensé. Pero aquello sucedió y cambió mi vida.

Hay un antes y un después de ese día. El Padre Pío es un santo muy grande que actúa así; a veces no quiere que se le reconozca, no se quiere presentar a una persona que previamente sabe quien es él. Lo que quiere es darte lo que necesitas en el momento que más falta te hace.

Aquella frase a mí me devolvió la esperanza. Ahora la repito cuarenta veces al día y me ayuda a saber llevar el sufrimiento. Así fue en aquel momento y así sigue siendo hoy.

Testimonio del libro: «RENACIDOS, EL PADRE PÍO CAMBIÓ SUS VIDAS»