“Joven, no me haga usted perder el tiempo.  ¿Qué ha venido a hacer aquí, a jugarse `un terno al lotto´?”. Padre Pío

Padre Pío ha tenido siempre fama de ser muy severo en la confesión y de echar a los penitentes del confesionario sin darles la absolución, es cierto, pero también es cierto, que el motivo por el que lo hacía era porque no veía al penitente arrepentido ni preparado para recibir la absolución. Cuando los despedía del confesionario severamente sabía que iban a volver, y mientras los esperaba ofrecía su sufrimiento por ellos y rezaba para que volvieran arrepentidos y bien preparados para la confesión.

Padre Pío amaba a los pecadores, deseaba reconciliar a las almas con Dios, y por eso, cuando regresaban era realmente un momento de Gracia. Entonces los abrazaba, se volvía una persona dulce y lloraba con ellos. Era severo sí, pero comprensivo y generoso. No se olvidaba de ninguno y siempre los recibía con un: “que alegría que has vuelto”.

Esta experiencia de tratar con un Padre Pío tremendamente enfadado y rigurosamente estricto, la vivió un abogado boloñés que era masón, cuando decidió ir en busca del Padre Pío.

Conversión de un masón

Un abogado de la ciudad de Bolonia, que era masón (ex 33 de la masonería, o lo que es lo mismo, el grado más elevado en la jerarquía masónica) fue a ver al Padre Pío por petición de su esposa.

A la mujer, le diagnosticaron cáncer sin esperanza de curación, y habiendo oído hablar de Padre Pío y de sus milagros, le dijo a su marido: “Ve a ver al Padre Pío”. Su marido, obstinadamente anticlerical, con un pasado lleno de errores y de pecados, se negó.

Ella, viendo que su muerte estaba próxima, volvió a insistir a su marido, pero él reaccionó de forma irritada y sarcástica, burlándose de Padre Pío. Entonces la mujer rompió a llorar desconsoladamente.

El abogado, al ver la situación de su esposa y su llanto, por compasión, decidió contentarla.

“Vale!, voy a ir” -le dijo-. “Y no porque crea, sino para jugar un `terno al lotto´” (expresión italiana que equivale a decir `jugar a la lotería´ o `probar suerte´).

El abogado partió de Bolonia, que se encuentra a más de 500 km de San Giovanni Rotondo, en busca de Padre Pío. Llegó por la noche y, al día siguiente, participó de la misa del fraile capuchino, hizo la larga cola de las confesiones y cuando llegó su turno, se quedó de pie, sin arrodillarse. “Padre, -dijo el abogado- quiero hablarle un minuto”.

“Joven, no me haga usted perder el tiempo -le respondió el Padre Pío-, con tono severo. ¿Qué ha venido a hacer, a jugarse `un terno al lotto´?. Si quiere confesarse, arrodíllese, si no déjeme confesar a esta pobre gente que está esperando”.

El abogado se sintió fulminado al oír en boca de Padre Pío las mismas palabras que él le había dicho a su mujer en el hospital, antes de salir de Bolonia. Además, observó que el tono en que Padre Pío le habló no admitía réplica. Entonces, se arrodilló ante los pies del fraile, pero no había pensado ni siquiera en sus pecados, no sabía qué decir. Se quedó completamente en blanco, enmudecido, y con miedo de que el fraile capuchino volviera a repetirle la escena.

“Cuando me arrodillé -cuenta el masón- el Padre Pío cambió de tono y de actitud, se volvió dulce y paternal. Y en forma de pregunta me revelaba, paso a paso, cada pecado de mi vida pasada. Había cometido ¡tantos!…

Escuchaba la pregunta, cabizbajo, y siempre respondía -Sí-.

Asombrado y conmovido, me quedé todo el tiempo inmóvil. Finalmente, Padre Pío me preguntó: `¿tienes algún otro pecado que confesar?´. ¡No! -respondí-, convencido de que él me los había dicho todos, conociendo mi vida a la perfección. Entonces, en este momento, el Padre Pío me reveló un episodio de mi vida pasada que solamente yo conocía. Fulminado por el escrutinio que había hecho de mi corazón, me eché a llorar y escondí mi rostro sobre mis manos.

Fue entonces cuando, Padre Pío, dulcemente, apoyó su brazo sobre mi espalda y acercándose a mi oído me susurró sollozando: “Hijo mío, me has costado lo mejor de mi sangre”. Con estas palabras, sentí que mi corazón se partía en dos, lloré bastante rato y alzando mis ojos a él repetía: ¡Padre, ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!…

Entonces Padre Pío, que aún no había quitado su brazo de mi espalda, se acercó más y comenzó a llorar conmigo. Una dulcísima paz invadió mi espíritu, y sentí que todo mi dolor se transformaba en gozo. ¡Padre! -le dije- soy tuyo, haz de mí lo que quieras. Y él, enjugándose los ojos, me dijo: “dame una mano para ayudar a los otros”. Después añadió: `salúdame a tu esposa´. Cuando volví a mi casa mi esposa estaba curada”.

Escrito por: MCI