COMPAÑERO DE LA VIDA

“Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares, ni de noche ni de día, no me dejes solo, que me perdería”[1]. Cuántas veces siendo niños rezamos esta oración, nos la enseñaron nuestras abuelas o madres en la mayoría de los casos. Siempre nos dijeron que teníamos un ángel que dado por Dios  nos ayudaría en la vida.

Entramos en la adolescencia y se fue difuminando aquella fe infantil sobre el ángel custodio; pasamos a la juventud y se catapultó totalmente dicha fe, y con ella, otros elementos de la creencia cristiana; llegamos a la adultez y creímos tener otros ángeles nada espirituales y sí terrenales: la pareja, el dinero ahorrado, la profesión laboral,… vamos, que de aquello de la niñez no quedó nada, es más, al echar una mirada hacia dicha etapa, pensamos que éramos muy inocentes y que creíamos cualquier cosa que nos decían, “qué tontos éramos”.

            “La existencia de seres espirituales, no corporales, que la sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición”[2].  Los católicos no erramos cuando creemos en ellos, la Escritura lo afirma y la Tradición lo confirma.

Ellos son criaturas puramente espirituales, con inteligencia y voluntad propias, que superan en perfección a todas las criaturas visibles[3]. Su origen, como el nuestro, se encuentra en Dios.

La Sagrada Escritura está plagada de testimonios sobre su existencia y acción: aparecen custodiando el Edén, una vez que el hombre ha sido expulsado de él; protegen a Lot; salvan a Agar y a su hijo; detienen la mano de Abraham cuando se disponía a sacrificar a Isaac; asisten a los profetas; Rafael, acompaña al joven Tobit en el viaje y le da el remedio para curar a Tobías de la ceguera;[4] y un largo etc.

El Nuevo Testamento que es prolongación y plenitud del Antiguo, no es menos prolífico en episodios donde se mencionan: la Encarnación; el anuncio del nacimiento de Jesús a los pastores; al término de la estadía de Cristo en el desierto, ellos son quienes le sirven; el mismo Redentor será consolado por uno de ellos en el huerto de Getsemaní; se aparecen a la mujeres para darles la buena nueva de la Resurrección; interpelan a los apóstoles en el momento de la Ascensión; y no son los únicos momentos de su presencia y acción, estos que he indicado sólo son un simple recordatorio. 

La liturgia también se hace eco de su existencia y acción. Sin hacer un elenco exhaustivo de todos los momentos en los que son invocados, quiero señalar algunos: en el canon Romano: “Te pedimos humildemente… que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo,  por manos, de tu ángel…”; “Al paraíso te lleven los ángeles…” (exequias); son celebrados por la Iglesia el día 29 de septiembre y el 2 de octubre;…

Por lo tanto, los ángeles aunque les tengamos olvidados, existen y actúan.

San Agustín, tiene una frase maravillosa sobre ellos, que traigo a colación, porque merece la pena: “El nombre de ángel indica su oficio, no su naturaleza. Si preguntas por su naturaleza, te diré que es un espíritu; si preguntas por lo que hace, te diré que es un ángel”[5].

Son un ejército formidable, sirven a Dios y son sus mensajeros. Él nos asigna uno a cada hombre desde el comienzo de la vida hasta el momento de la muerte, “Nadie podrá negar que cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducir su vida”[6].

            Quien se ha acercado a la vida del padre Pío, sabe que siempre profesó una gran devoción a su ángel de la guarda, así lo recogen los datos biográficos del santo. Veamos el siguiente episodio.

 “Raquelina Russo acabó creyendo a pies juntillas en su ángel de la guarda. Cierto día subió al convento, a dos kilómetros de su casa, para contarle al padre Pío algunos asuntos del alma que le angustiaban. Pero el fraile dejó encargado que no podía ni deseaba atenderla. La mujer regresó a su hogar humillada y ofendida. Al cabo de un rato, increpó enfurecida a su ángel custodio: -¡Anda! ¡Anda! ¡Ángel mío! Dile al padre Pío que estoy muy resentida con él y con los religiosos del convento por ser tan desconsiderados conmigo. ¡Comunícale toda mi amargura y dile que mañana no oiré misa ni comulgaré! ¡Anda, ángel mío! ¡Vete y díselo!

La propia Raquelina desvelaba el desenlace: <<Poco después, vinieron a verme del convento con un recado del padre Pío. “¡Dile a Raquelina que mañana no comulgue!” Me quedé petrificada>>.

            Pero la cosa no acabó ahí. A la mañana siguiente, Raquelina acudió al convento. Mientras aguardaba en la portería, escuchó al padre Pío dirigirse así a ella: -¡Muy bien! ¡De manera que te sirves del ángel custodio como si fuera tu criadito! Me lo has enviado, ¡y de qué manera! ¡Con qué exigencias! ¡Y todo para encomendarme un manojo de rabietas!

            Raquelina sólo acertó a decir: -¡Así que ha venido ya y se lo ha contado todo…! -¡Cierto! ¡Cierto! –asintió el fraile-. ¡Ha venido a decirme todo! ¡No tiene el ángel nada de desobediente ni de rabiosillo como tú!”[7].

            Querido lector, en este día de la fiesta de los santos ángeles, vuelve a retomar la fe de la infancia en aquel “ser espiritual” que el Señor amorosamente te ha puesto como guía y protector.

Sirvan estas líneas, sin mayor valor, para que avives la devoción en este ser extraordinario, que muchas veces se siente olvidado y no puede cumplir bien su misión, porque no le pides nada o muy poco. La Palabra de Dios no miente: existen los ángeles y, la enseñanza de la Iglesia te confirma el dato revelado y explicita la misión que tienen.

            Cuán importante somos los mortales, para que Dios nos ponga como compañero de la vida a un ser inmortal. Estamos destinados como ellos a ver el rostro del Señor por toda la eternidad, recuerda lo que reza el salmo: “Delante de los ángeles, tañeré para ti”.


[1] Oración al ángel de la guarda

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 328

[3] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 330

[4] Cfr. Ibídem, nº 332

[5] San Agustín, Enarratio in Psalmum 103, 1,15

[6] San Basilio Magno, Adversus Eunomium 3,1

[7] José María Zavala, PADRE PÍO, Los milagros desconocidos del santo de los estigmas, Libros Libres, 16ª edición, septiembre 2016, Madrid. Pp 96-97