El día 25 de junio entró en vigor en nuestro país la ley de la eutanasia. ¿De qué hablamos cuando mencionamos este término? “Llamaremos eutanasia a la actuación cuyo objeto es causar la muerte a un ser humano para evitarle sufrimientos, bien a petición de éste, bien por considerar que su vida carece de la calidad mínima para que merezca el calificativo de digna. Así considerada, la eutanasia es siempre una forma de homicidio, pues implica que un hombre da muerte a otro, ya mediante un acto positivo, ya mediante la omisión de la atención y cuidados debidos”[1].

Creo que es necesario que desde el principio de este artículo tengamos una idea de lo que implica este supuesto “derecho”. Normalmente un derecho siempre es algo positivo que dignifica y plenifica la existencia humana, y nunca será derecho lo que la denigra, humilla o destruye. Para revestir de derecho humano lo que no es, se utilizan eufemismos que normalmente ocultan el verdadero significado de las palabras, y que presentados con la crudeza de la terminología lingüística que corresponde, más que aceptación causarían rechazo. En el caso que nos ocupa, se utilizan subterfugios lingüísticos, con los que se quiere dar carta de ciudadanía a la eutanasia; así, por ejemplo, escuchamos decir para referirse a este tema, que lo que se persigue es el derecho que toda persona tiene a una muerte digna. Dicho de esta manera, quién no va a querer que se regule el fin de la existencia humana lo mejor posible.

Ante esta aberración de lo que la eutanasia es, SS san Juan Pablo II enseña solemnemente: “De acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana”[2].

            El don de la vida humana, los cristianos, lo experimentamos como gloria de Dios. Su dignidad le viene de su origen y destino divinos. La vida vista como don es algo que compartimos con personas de otras creencias, incluso la mayoría de la Humanidad, siempre ha considerado que la vida de los seres humanos es sagrada e inviolable, porque pertenece ante todo a Dios. Nadie ha levantado la mano para ser llamado a la existencia, como tampoco somos producto de la suerte humana o del destino, ni el mero desarrollo de un conjunto de células que comienzan a existir a partir de la unión del espermatozoide con el óvulo.  Detrás de cada una de nuestras existencias se encuentra Dios, ya que en el momento de la concepción insufla un alma inmortal a cada persona. En ese alma se encierra la especificidad de cada uno, por eso que no hay ninguna persona sea igual a otra, más allá de aspectos puramente genéticos. Incluso los gemelos son distintos en cuanto a personalidad, genio, carácter,…

En ese hecho de insuflar un alma humana a la simple célula, está el amor providente de Dios que nos ha llama a la existencia temporal, como antesala de una existencia plena y eterna que se abre cuando la persona traspasa la realidad de la muerte.

En Dios en cuanto origen y destino de nuestras vidas se encuentra el carácter sagrado y la inviolabilidad de cualquier persona.

Esto que para los creyentes es tan claro, poco a poco quienes trabajan del lado de la muerte, hacen que se vaya oscureciendo. En  nuestro continente europeo, en nuestra patria, España, donde la religión cristiana es decisiva, porque hemos de recordar que toda la civilización occidental se asienta en los valores evangélicos, hace tiempo que se trabaja, para implementar una ingeniería social de muerte, donde Dios es suplantado por el hombre. Así comenzó hace unos años atrás la ley del aborto, que en un principio se permitía en tres supuestos y hoy es inmensamente permisiva. Nuestro país hace un tiempo atrás ya no se refiere a ese crimen execrable del aborto con dicho término, sino de un modo eufemístico: “Interrupción Voluntario del Embarazo”. Como si alguien estuviera tomando un café con otra persona, lo interrumpe, y un rato después vuelve.

            Si ya se legisló el momento del comienzo humano, nuestros políticos, que se precian de ir a la vanguardia de Europa (podríamos ir a la vanguardia europea en cultura, educación, trabajo social, oportunidades laborales,…), ahora acaban de legislar sobre cómo matar a una persona legal y dignamente.

            Hay dos cosas muy importantes que el hombre nunca pide, o por lo menos, no pedía: el nacer y el morir. Que tenemos que morir lo sabemos, y el que no se quiera enterar ni preparar para ello, pues mucho peor para él. Porque morir todos vamos a morir. Murió hasta Nuestro Señor, aceptando libre y voluntariamente el designio salvífico del Padre; y la Stma. Virgen también conoció el cumplimiento del curso de su vida terrena.

En esta travesía de la vida, nos acompañan: la alegría, el gozo, la serenidad, la amistad, el amor,… y el sufrimiento. Este último es compañero de la existencia humana bajo distintos matices: moral, físico, psicológico o espiritual. Nuestra fe en el Señor Jesús no nos hace inmunes a él, porque forma parte de la condición humana a consecuencia del pecado original que suframos, pero sí nos da una manera posicionarnos ante él. Creer en Jesús nos hace que miremos al sufrimiento a la cara, y no que huyamos del mismo, sino que lo asumamos y no por ser masoquistas, sino porque ofrecido al Señor se convierte en fuente de santificación y de purificación de los pecados personales y de los pecados de la humanidad, completando en nosotros mismos lo que falta a la pasión de Cristo para la salvación de la humanidad. Quien cambió el signo del sufrimiento como destrucción, aniquilación de la existencia humana, en fuente de santificación y redención, fue el mismo Cristo al aceptar su pasión dolorosa y su muerte cruenta por nosotros.

            El Padre Pío, vivió su propio sufrimiento, desde esta dimensión de participar en la pasión del Señor, “un crucificado sin cruz”. Nunca buscó, pero tampoco, esquivó el sufrimiento que Dios le regaló. Podríamos decir que fue “un hombre de dolores”, recordemos los estigmas de Cristo que durante 50 años llevó en su cuerpo y lo que ellos supusieron: dolor físico y lucha contra la fama de santidad que muchos le colgaron ya en vida, y que él sinceramente no quiso reconocer; lucha encarnizada contra el demonio con ataques violentos; imposición de privación ministerial en cuanto a oír confesiones, y la no celebración pública de la santa misa; incomprensiones por parte de hermanos de la Orden, entre ellos el doctor Gemelli; también incomprensiones de los superiores,…

Siempre aceptó el sufrimiento, lo vivió unido a Cristo, y a él se quiso configurar hasta ser uno con él en el Calvario. Y el tiempo nos ha mostrado que el sufrimiento dado por Dios y aceptado en la fe, nunca es estéril, sino que abona, fertiliza, hace florecer la vida de la persona que se gasta y desgasta por el Evangelio. Siguiendo el ejemplo y la intercesión de san Francisco Forggione, no busquemos de forma masoquista el sufrimiento, pero tampoco lo rehuyamos. Él es camino de gloria y de Vida, con mayúsculas.  

                      –  Un terciario OP


[1] Conferencia Episcopal Española. Comité episcopal para la defensa de la vida, La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas sobre la defensa de la vida humana y la actitud de los católicos, EDICE 1993, nº 4.

[2] Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 65.

LEE LA SEGUNDA PARTE DE ESTA REFLEXIÓN SOBRE EL PADRE PIO Y EL VALOR DEL SUFRIMIENTO: «¿QUÉ OPINARÍA EL PADRE PÍO DE LA EUTANASIA?«