En él revivía toda virtud. Su palabra, su comportamiento, hasta su mirada penetrante representaban extraordinariamente al Señor.

Acariciaba y besaba a los niños, se detenía cerca de los enfermos y consolaba a aquellos que a él se dirigían; escuchaba y respondía a quien estaba en el largo camino que lentamente hacía.

Dejaba que le besaran la mano, evitando inútiles paradas y liberándose de piadosas muestras de afecto que, no raramente, le procuraban agudos dolores en su cuerpo llagado.

Al ocaso, después de la bendición eucarística, el Padre desde la sacristía pequeña, atravesando el breve trazo del pasillo de la portería, se quedaba cada día en el jardín para entretenerse con nosotros hasta la hora del Ave María.

Una tarde, la multitud era tal que le hacía fatigoso el recorrido. Padre Pío gritó tan fuerte que me causó miedo. Yo lo escuché desde el jardín, donde estaba yo sólo esperándolo.

Nada más asomarse a la puerta, nos miramos y sonrió como si nada hubiera sucedido.

Tuve valor y le pregunté: «Padre, me da miedo cuando regaña».

El Padre Pío me respondió: «Hijo mío, demasiado bien me causa mucho mal».

Yo le respondí: «Padre, no entiendo».

El Padre me contestó: ¡Eh, sí!, como una mamá que, a causa de tanto bien aprieta fuerte a su niño, provocándole tanto daño que lo hace llorar, que es el único modo que tiene el niño para defenderse del apretón. También yo sufro cuando regaño. No quisiera hacerlo. Pero, desafortunadamente, sólo así me dejan que me vaya».

Fragmento del libro «Padre Pío, mi padre» de Pierino Galeone, sacerdote hijo espiritual del padre Pío que convivió con él durante muchos años.