Soy María, tengo 48 años (casi 49 😊), estoy casada y tenemos 4 hijos.
Mi primer recuerdo relacionado con mi conversión es de febrero de 2012, cuando acudí a la parroquia a pedir el bautismo para los, entonces, tres niños.


Antes de eso yo había vivido de espaldas a Dios, consciente de su existencia, pero incapaz de reconocerlo en la Iglesia Católica.


Me habían inculcado cierto desprecio, casi odio, por la Iglesia, a la cual veía como un ente
humano que se beneficiaba de la buena fe de las personas.
Recibí una magnífica formación religiosa en los primeros años de mi EGB.
Tenía entonces una maestra muy religiosa que se esforzó por enseñarnos las verdades de la fe; ella cada día nos leía y explicaba el Evangelio.
Aunque era pequeña aquello quedó grabado en mi subconsciente y reconozco que siempre hubo en mí cierta admiración, cuando no envidia, por las personas que vivían
coherentemente la fe que profesaban.


Yo abandoné toda práctica religiosa tras la primera comunión y, a pesar de ir a un colegio de monjas en BUP y COU, la religión católica no tenía que ver con mi vida.
Mi juventud fue muy intensa, por decirlo suavemente, estuve a punto incluso de pagar con mi vida los excesos de entonces.
Ahora no me cabe duda de que mi ángel custodio se empleó a tope pues Dios tenía planes para mi.
Me casé por lo civil y nacieron los tres niños mayores.
Nuestra vida era muy perfecta según el mundo pues teníamos todas las comodidades y
aquello que se puede desear cuando no se piensa más que en lo material. Pero yo estaba vacía, y cada vez más vacía. Lo que más me hastiaba eran las personas, la hipocresía, el postureo, el egoísmo..
No encontraba lugar en que me sintiera agusto, ni grupo de amigos que me llenaran. Pero el problema no eran ellos, era yo.
Así fueron pasando los años, entre narcóticos mundanos como ropa nueva, cuidados
estéticos, viajes, vida social, etc


Cada vez más llena de rabia ¿por qué?


Aquello estalló cuando las víctimas de la mundanidad en que nos movíamos fueron mis
niños. Fue en el entorno escolar de entonces donde comprendí que les estábamos dando
un sucedáneo de algo mejor y más grande que tenía que existir y yo no encontraba.
Entonces recordé a aquella maestra y sus cantos a la Virgen en el mes de mayo. Recordé a cada persona con fe que había pasado por mi vida y de la que, seguro, me había burlado en su momento.
Sentí envidia de ellos y reconocí que en lo que ellos vivían debía haber algo diferente que los hacía más felices y plenos de lo que yo era. Algo me estaba perdiendo.
Así surgió la decisión de llevar a nuestros hijos a un colegio catolico, de bautizarles, de
acercarnos a la Iglesia. Porque, al fin y al cabo, todos aquellos que tanta envidia me daban eran personas de Iglesia.


A partir de aquí me cuesta explicar con palabras lo que viví. Fue acercarme y sentir la
absoluta certeza de que Jesucristo era real, estaba vivo y me llevaba a casa. Esto fue así
desde el principio de modo que me lancé sin medida a recuperar el tiempo perdido.
Todo me interesaba, no había grupo, catequesis o peregrinación a la que no me apuntara, ni Misa a la que no fuera.
Pero ¡ay! seguíamos casados por lo civil y eso suponía no poder recibir los sacramentos.
Era una situación irregular que habíamos elegido y que tenía sus consecuencias.
Mi marido me dejaba hacer pero también tenía claro que él ya se había casado una vez y
que no iba a volver a casarse. Mi fe le daba igual.
Esto me trajo inmensa angustia pues era consciente de mi vida atroz de pecados y pensaba que si me moría sin confesarlos iría directa al infierno.
Jamás se me ocurrió desobedecer a la Iglesia y buscar los sacramentos con engaños en
alguna otra parroquia. Esto fue una gracia que el Señor me concedió, la de obedecer a
pesar del dolor.


Puse en Él mi confianza y sostuve una lucha de dos años con tentaciones de todo tipo. Era espiritualmente agotador, sufría mucho, sobre todo cuando en las Misas (iba a diario) todos se levantaban a comulgar y yo me quedaba sentada mirando. El demonio me insinuaba entonces: ¿Ves? Te invitan a la fiesta, pero para que te quedes mirando en la puerta.
Estuve muy bien acompañada por mi párroco en todo este tiempo. Fue un tiempo de
sufrimiento purificador.


Y en esas estaba cuando conocí a padre Pío.


Había oído hablar de él y busqué en Google a ver que encontraba. Salió una carta suya a
una hija espiritual desconocida.


La carta empezaba así:


Disculpe que la escriba sin haberla conocido nunca personalmente. Jesús quiere que le
diga que deje sus angustias, usted se salvará… etc (escribo de memoria, no se si es exacto, pero casi).
Imaginad como me quedé.
En seguida empecé a leer a aquel santo a través del cual llegó a mi alma el abrazo de
Cristo. Recuperé la paz y se acrecentó mi confianza en Dios. Comprendí el sentido del sufrimiento que estaba viviendo y que era un don de Dios así que pude agradecer lo que, hasta entonces, vivía como algo horrible, porque no era horrible, era un lujo.
Comprendí lo que era expiar, lo que era reparar, el valor del sufrimiento ofrecido a Dios.
Poco a poco el Señor fue arreglando las cosas y llegó el matrimonio católico, llegó la
conversión de mi esposo, llegó nuestra consagración como Siervos del Sufrimiento para
continuar la misión de padre Pío: cooperar con Cristo en la salvación de las almas con
nuestro propio sufrimiento de cada día ofrecido a Él.


Gracias a padre Pío he experimentado la felicidad en medio del dolor. He vivido situaciones muy duras que, en manos del Señor, se han transformado en milagros espirituales a mi alrededor.


Ahora vivimos una vida auténticamente transformada. Sabemos que la cruz estará siempre presente y damos gracias a Dios por ello pues, como dice padre Pío: el sufrimiento nos pone a los pies de la cruz y la cruz a las puertas del Cielo.


Deo gratias.