Una mañana de junio de 2018 salí de casa con el corazón decepcionado. Caminé sin rumbo con una sola pregunta en la mente y corazón: ¿existirá la verdadera amistad que no me tire después de haberme usado? Mis pies terminaron en una librería religiosa. Aunque me apasiona leer, entré sin saber para qué. No miré las estanterías donde había cientos de libros, sino que fui directa a unos cajones de madera donde estaban ordenados unos libros. Como un imán, mis manos tomaron uno titulado «El Santo». Siempre leo la contraportada de cualquier libro, pero esa vez no fue así, sino que abrí y leí: «Si alguna vez he levantado un alma, puede estar muy tranquila, que no la dejaré caer de nuevo» (Padre Pío). Abracé fuerte sobre mi pecho el libro y esa imagen de ese santo desconocido para mi, y creí esas palabras que acababa de leer. Desde ese día, el Padre Pío entró en mi vida siendo muy educado, sin pedir permiso y para siempre.

Cinco meses después, el dieciséis de diciembre, estaba sentada en la butaca de un cine de Madrid viendo la película «El Misterio del Padre Pío», y tras ella, hubo un coloquio con el director de la película que, a la misma vez, era el escritor de aquel libro que abracé aquella mañana. La película me dejó sin palabras, sin embargo, el coloquio no. Quien me conoce sabe que me cuesta mucho hablar de mis cosas y, si ya le sumamos que hay gente desconocida, es un imposible. Al cine fui con un matrimonio querido para mí; ella tenía prisa porque nos esperaban para una Eucaristía y llegaríamos tarde. Algo me decía que no me marchara, y así fue. Les dije que quería hablar pero que no podía, no me salían las palabras. Finalmente, mis labios se abrieron. Levanté la mano mientras le decía al Padre Pío en mi interior: «Si quieres que hable, que vean ya mi mano»; y entre muchas manos levantadas, la dulce mujer del director pudo ver que en la fila número once estaba la mía. Se acercó, me dio un micrófono, respiré hondo, tragué saliva y comencé a hablar. No quería hacer ninguna pregunta, solo quería darle las gracias a José María. Mientras hablaba no sé explicar -ni ahora ni en aquel momento- lo que ocurrió, solo sé que fue un momento de auténtico cielo. Él fue subiendo despacito hasta donde estaba hablando, se puso delante de mí y su mujer, se sentó en la escalera junto a mí. Fue como un cielo de tres; olvidé que estaba en el cine y que había gente, solo éramos tres. Había ido con mucho sufrimiento físico, pues tengo una enfermedad que en ese momento estaba siendo dura y, estaba a la espera de unos resultados muy importantes. Lo que eran unas simples y cortas palabras de agradecimiento se transformaron en un pequeño testimonio sobre cómo conocí al Padre Pío, a él, la enfermedad y todo lo que me había llevado hasta ese instante (que aquí lo resumo, pero hay más). Mientras hablaba, el rostro de José María era luminoso y sus ojos brillantes, me inundaba de inmensa paz -esa que yo no tenía- que, a día de hoy, cada vez que lo recuerdo no puedo dejar de derramar alguna lágrima. Terminé de hablar, le entregué a él el micrófono y me respondió así: «Hija, ya sabes que si alguna vez he levantado un alma, puede estar muy tranquila, que no la dejaré caer de nuevo». Me sobrecogió escuchar esas palabras así, pues, ¿por qué no decía «recuerda que como decía el Padre Pío…»? Sus respuestas las llevo selladas en lo más hondo. Era como un diálogo con el cielo abierto. Me habló de la grandeza de la enfermedad y el  sufrimiento, de la debilidad humana en amigos, familia o quien sea que abandonan cuando ya no nos necesitan y me habló del demonio. Fue la primera vez que alguien me hablaba del demonio con tanta fuerza. Jamás olvidaré ese encuentro con Dios cara a cara, a través del amor de sus hijos, ese matrimonio rescatado para rescatar almas, en este caso, la mía.

A través de esa película el Padre Pío puso en mi camino una amistad entre alguien que, además, fue el «culpable» de ese coloquio; una amistad bellísima, íntima, de hermanos o mejor aún, de cielo. Una amistad que yo pedí a Dios meses atrás y se me dio sin merecerlo. Nuestra amistad ha sido probada, tambaleada, golpeada, confundida,… Dicen que todo lo que viene de Dios el demonio lo intentará separar a cualquier precio, cueste lo que cueste, porque el demonio divide, separa, aleja,… Este tiempo es doloroso porque parece ser que aquella unión que hizo Dios a través del Padre Pío ha sido tan golpeada que ya desapareció, porque el demonio arrasa con todo hasta que consigue lo que quiere: romper los designios de Dios sobre sus hijos amados. El otro día fui a ver la última película de José María llamada «Amanece en Calcuta» y antes, entré a una iglesia. Ahí le pedí al Padre Pío que me ayudara, le preguntaba si ya no era su hija. Me veía como abandonada, cuando él me dijo aquel día que no me soltaría nunca. También le pregunté cómo era posible que esa amistad que él había unido, estuviera separándose, permitiendo que se alejaran los dos que nos llamábamos hermanos y nos habíamos comportado como tal. Me puse rebelde con el Padre Pío, pero ya se sabe que, si luchas con él, pierdes. Hasta quise dejar de usar el Rosario que lleva su imagen y rezarlo ha sido mi refugio en este tiempo.

Mientras esperaba para entrar en el cine, sentí en mi corazón que me decía: «Agárrate al arma del Rosario y deja que yo me ocupe de todo, pues peces más gordos he tenido entre mis manos». Entré a la película, me senté en un silencio interior profundo, agarré el Rosario fuerte y con lágrimas entre mis manos. Vi que «a mi lado» se sentaron José María y Paloma, así que, como solo existen las causalidades y no las causalidades, recordé aquel día de diciembre donde el cielo se me abrió y la paz me inundó con ellos; recordé a mi amigo y hermano de cielo; y el amor de Dios se fue derramando. Con esta película, en mi noche oscura empezó a amanecer.

«Reza, confía y no te preocupes», decía -y dice- el Padre Pío. Eso mismo sentí en lo más hondo en esa tarde.

A Dios sea la gloria.